El regresos de los Talibanes

EL REGRESO DE LOS TALIBANES

por Ricardo Angoso

ricky.angoso@gmail.com

@ricardoangoso

La intervención de los Estados Unidos en Afganistán, en el año 2001, lejos de solucionar los problemas, los enquistó, y Washington, en su estrategia fallida, no logró crear una sólidas instituciones democráticas ni dotar de estabilidad al país, sumido en un interminable conflicto. Los talibanes, que ya controlan el 70% del territorio, pueden regresar a Kabul y hacerse de nuevo con el poder. 

La gente tiene miedo, especialmente las mujeres que temen volver a la Edad Media, y miles de afganos ya han huido ante la posibilidad de que se vuelva a instalar un régimen teocrático en el país. La reciente marcha de las tropas norteamericanas de la base de Bagram y la decisión tomada por parte del nuevo presidente norteamericano, Joe Biden, de la retirada  total de todas las tropas norteamericanas, siguiendo la senda de Trump en este sentido, ha encendido las señales de alarma en esta nación permanentemente en guerra. El resto de los contingentes de la OTAN presentes en Afganistán, tras el paso dado por Washington, también han decidido abandonar el país, dejando a sus suerte a los afganos y hasta ahora sus aliados locales.

Veinte años de inútil guerra (2001-2021) no han servido para asentar las instituciones democráticas ni un Estado sólido en esta nación abatida, pobre y siempre sumida en la violencia. Tampoco la presencia occidental ha permitido generar un clima político propicio para superar por la vía del diálogo el conflicto entre los talibanes y las fuerzas del legítimo ejecutivo afgano, aunque todavía continúan las negociaciones entre ambas partes en la capital de Qatar, Doha.

Los talibanes, que parecen controlar casi el 70% del territorio afgano, saben que es cuestión tiempo –poco- acabar dominando todo el país e instalando un gobierno de corte islamista en Kabul. La moral del ejército afgano, tras haber sido abandonado por los occidentales, está por los suelos y muchos de sus soldados ya han desertado por miles hacia Tayikistán y Pakistán. Ambos países ya sopesan abrir campos de refugiados para recibir las “oleadas” de afganos ante el previsible colapso del gobierno de Kabul y una victoria talibán, tan temida como presentida. La intervención occidental parece que concluirá con una fracaso total y sin haber dado los frutos esperados, en el sentido de haber democratizado y modernizado el país dejándolo al frente de una administración responsable y elegida en las urnas por los propios afganos.

LOS ORIGENES DEL CONFLICTO AFGANO

El 24 de diciembre de 1979, las tropas soviéticas ocuparon Afganistán para apuntalar al régimen soviético. “Asesinaron al presidente Amín e instalaron al líder parchami Babrak Karmal. Afganistán se vio catapultado al centro de la guerra fría cuando el presidente norteamericano Ronald Reagan prometió hacer retroceder al comunismo. Los mulás afganos y los líderes políticos declararon una Yihad contra la Unión Soviética, al tiempo que cinco millones de personas huían por el Este hacia Pakistán y por el oeste hacia Irán. Durante la siguiente década, Estados Unidos y sus aliados europeos y árabes entregaron miles de millones de dólares de armas a los muyaidines, un dinero que enviaba a través de Pakistán y del régimen militar de Zia ul-Haq”, escribía el analista Ahmed Rashid al referirse a este periodo de la historia.

Diez años después, en 1989, tras haber padecido más de 15.000 bajas mortales y 5.000 heridos, y haber sufrido innumerables pérdidas, las tropas soviéticas se retiraban derrotadas, exhaustas y con la moral por los suelos. En esos  años de presencia soviética, además, murieron 1,5 millones de afganos y seis millones se vieron desplazados o tuvieron que refugiarse en otros paises.

El Gobierno prosoviético de Kabul, como era de suponer, duró solo unos meses más después de la marcha de las tropas de la URSS. Sus máximos líderes, los hermanos Najibuláh, una vez defenestrados por una facción rebelde a los soviéticos, acabarían sus días ahorcados en los escasos semáforos que quedaban en la abatida capital afgana por los talibanes al parecer guiados por los servicios secretos pakistaníes, en 1996. Pakistán siempre ha intervenido en la vida política afgana y se ha entrometido descaradamente en sus asuntos.

Pero antes de ser “ajusticiados” el matrecho país se vio envuelto en la guerra civil de 1993-1994 entre los diversos grupos que luchaban contra los soviéticos, en la que se impusieron los talibanes. Gorbachov tuvo algo de culpa en la caída de la administración afgana y en el éxito de los rebeldes islamistas armados por Occidente: dejó de suministrar armas, fondos y asistencia técnica a Kabul y la caída del gobierno instalado por Moscú era solo cuestión de tiempo. En 1994, el país se estaba desintegrando rápidamente.

Así, de una vez forma tampoco gloriosa, acaba el mal llamado periodo progresista afgano del que todavía muchos tienen nostalgia, pues paradójicamente constituyó una larga década de cierta normalidad y tranquilidad Luego llegaría la pesadilla talibán (1994-2001), donde el país regresó a la Edad Media y la brutalidad más burda se impuso como política de Estado. Si es que a la introducción de medidas de corte medieval, como quemar aparatos de radio, discos y televisores e imponer el burka, se le puede llamar como “política de Estado”.

¿Pero cuál es la razón del surgimiento de los talibanes? Responde el experto ya citado Rashid: “El surgimiento de los talibanes fue una consecuencia directa de estas terribles condiciones de vida de los millones de refugiados en el exterior y del fracaso de sus luchas. Jóvenes frustrados que habían luchado contra los soviéticos y que habían regresado a las madrasas para continuar sus estudios religiosos o a sus aldeas en Afganistán, se reunían en torno a sus mayores exigiéndoles acción”. Pero también, no lo olvidemos, los talibanes recibieron la ayuda de los Estados Unidos y una buena parte de Occidente que querían contener la “amenaza soviética” y evitar la expansion del comunismo. Eran los tiempos de la Guerra Fría y las lógicas políticas eran otras bien distintas a las de hoy.

COMIENZA LA LARGA OFENSIVA  CONTRA LOS TALIBÁN

En octubre del año 2001, una vez que los Estados Unidos habían sufrido los ataques del 11-S, las fuerzas occidentales, con el apoyo de algunas milicias locales antitalibanes, comienzan su ofensiva contra el Gobierno integrista de Kabul. En apenas unas semanas, a finales de ese mismo año, los objetivos políticos y militares se han conseguido y una administración prooccidental, liderada por Hamid Karzai, se instala en el nuevo Afganistán. La victoria era un espejismo, el prólogo de una larga guerra y un interminable conflicto.

“En estos veinte años largos, los más de 130.000 hombres desplegados por un contingente militar formado por casi 50 naciones no ha conseguido derrotar a los talibanes, conformar una fuerza militar local capaz de imponer orden y seguridad en el territorio y garantizar, al menos, que la amenaza terrorista fuera conjurada en las ciudades más importantes del país. Unos cuatro mil soldados de la alianza liderada por los Estados Unidos han fallecido en esta guerra y de ellos el 60% eran norteamericanos. Después de veinte años, llego la hora de aceptar dos verdades importantes respecto de la guerra en  Afganistán. La primera es que no habrá ninguna victoria militar del Gobierno y de sus socios estadounidenses y de la  OTAN en ese país.Las fuerzas afganas, si bien son mejores de lo que eran, no son lo suficientemente buenas, y es poco probable que alguna vez lo sean, para derrotar a los talibanes. Esto no se debe simplemente a que las tropas del Gobierno carezcan de la unidad y el profesionalismo para imponerse, sino a que los talibanes están altamente motivados, gozan de un respaldo considerable en el país y cuentan con el apoyo y crucial refugio de Pakistán”, aseguraba Richard N.Haas, experto en temas internacionales y ex asesor de George Bush.

El ejército afgano, formado por 120.000 hombres, es una institución caracterizada por la corrupción, la falta de patriotismo para desarrollar una labor eficaz y seria y la desmoralización creciente ante la previsible derrota que podría llegar a manos de los talibanes una vez que el último occidental armado abandone el país. La mayor parte de los soldados afganos piensan que tras la retirada occidental se repetirá el mismo guión que ocurrió con los soviéticos y que los talibanes regresen esta vez para quedarse para siempre en el poder.

Se calcula que los talibanes podrían tener algo más de 50.000 hombres e incluso más, una fuerza considerable para seguir manteniendo en jaque a las autoridades “democráticas” instaladas en Kabul por los occidentales  e incluso hacerse con el poder en los próximos meses, revelando el fracas de toda una estrategia democratizadora para este país que ahora naufraga en medio de la guerra y el caos. La democracia ha sido siempre una idea ajena a esta nación, en parte porque hay ni tradición ni historia que avalen su éxito en una sociedad tan arcaica y primitiva.

DEL HARTAZGO NORTEAMERICANO AL AVANCE TALIBÁN

“En Washington, ya nadie habla de Afganistán”, dice Mark Maz­zetti, corresponsal de The New York Times en la Casa Blanca y ganador del Premio Pulitzer. “En la capital y en todo Estados Unidos hay mucho hartazgo de la guerra más larga en la que hemos participado. Ya no está entre las prioridades de nadie. La CIA cree que Afganistán está devorando demasiados recursos. Incluso en el Pentágono, que solía mostrar más interés que los demás, están quedándose ya sin fuerzas”, explicaba el analista Wiliam Dalrymple.

Este hartazgo reinante en Washington, tanto en la época del presidente Donald Trump y ahora con Biden, ha sido explotado por los talibanes que, de una forma sibilina y paciente, han estado esperando a que los occidentales se marchasen para poner en marcha toda su fuerzas para lanzarse a la ofensiva final que les llevaría de nuevo al poder.

El actual inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, al final ha acabado compartiendo la misma política que su antecesor La administración norteamericana se ha movido en este conflicto entre la frustración por los escasos avances logrados sobre el terreno y la inacción diplomática, contando poco con los vecinos de Afganistán y apenas consultando a sus aliados con respecto al futuro del país. Un consenso entre Estados Unidos, Rusia, China, India y Pakistán acerca del “problema afgano” podría resolver mucho las cosas en este país y sentarlos carriles para una solución aunque solamente fuera en el corto plazo.

Sin embargo, las dos últimas administraciones norteamericanas -Barack Obama y Donald Trump- hicieron todo lo posible para mantener en el poder a Ashraf Ghani, pese a que su presidencia, por múltiples factores, ha estado a punto de colapsar en multiples ocasiones. Su dependencia de la ayuda económica occidental es clave para pagar los sueldos de los militares, los funcionarios y mantener el mínimo funcionamiento de las estructuras del Estado, sobre todo en lo relativo a las instalaciones educativas y sanitarias. Eso no ha sido óbice para que la economía se encuentre al borde del colapso, sea cada vez más dependiente del tráfico de drogas y absolutamente conectada a las ayudas que recibe de un Occidente también cada vez más cansado de la interminable crisis afgana y el elevado grado de corrupción que impregna a toda la administración.

¿UNA GUERRA PERDIDA?

El futuro del país no se presenta nada halagüeño, desde luego, y a los problemas estructurales se le suman los coyunturales. En primer lugar, en Afganistán nunca ha habido la unidad suficiente como para construir un Estado coherente, autónomo y estructurado territorialmente. No es difícil de prever que uno de los escenarios más previsibles de cara a los próximos años, es que se agudicen las viejas fisuras tribales, étnicas y lingüísticas que caracterizan a la sociedad afgana y las mismas desgarren al país en interminables conflictos.

La cooperación regional, ya que la situación en Afganistán preocupa a todos sus vecinos, es fundamental de cara a resolver el embrollo afgano. Rusia, que ha apoyado a los talibanes para debilitar a los occidentes, ve ahora con preocupación que este país se convierta en un foco de tensión y en el refugio del terrorismo islamista, algo que, de la misma forma, China contempla con temor e incertidumbre el embrollo afgano, ya que podía alentar la revuelta de la perseguida minoría uigur –musulmana- en el interior de sus fronteras.

 

¿Pero podrá sobrevivir Afganistán sin la ayuda exterior y sin el apoyo de los Estados Unidos y de los países miembros de la OTAN? “El desafío es formidable. Afganistán es uno de los países más pobres del mundo. Hoy día, el ingreso del Estado afgano está apenas por encima de un tercio de lo que EE. UU.destina solo a mantener sus diversas fuerzas de seguridad. Ni qué hablar de la asistencia estadounidense al sector civil (que, por cierto, representa menos de la mitad de las contribuciones europeas). De hecho, Afganistán depende de la asistencia externa para mantener su categoría de Estado desde que Rusia y el Reino Unido jugaron su ‘Gran Juego’ en el siglo XIX”, respondía el ya diplomático sueco Carl Bildt sobre esta espinosa cuestión.

Las negociaciones de paz para Afganistán, iniciadas en septiembre en Doha, avanzan muy lentamente y en Afganistán no hay un día sin que estalle una bomba, se produzcan ataques contra las fuerzas gubernamentales o haya un intento de asesinato contra una persona destacada de la sociedad civil. Los talibanes no tienen ningún interés en resolver por la vía política el conflicto afgano y saben que es cuestión de tiempo, como ya ocurrió en la década de los noventa, la caída del abandonado gobierno de Kabul.

Los talibanes niegan cualquier responsabilidad en esta ola de violencia ahora reinante, pero para Washington y la mayor parte de sus aliados, no hay dudas sobre su responsabilidad. Los talibanes son responsables de la gran mayoría de los asesinatos selectivos, aunque lo niegan,  y han acabado creando un “ecosistema de violencia”. Los asesinatos de periodistas, personalidades políticas y religiosas, defensores de derechos humanos y jueces se multiplicaron recientemente en Afganistán, sembrando el terror en el país e incitando a miembros de la sociedad civil a ocultarse o exiliarse. Para el analista político Davood Moradian  las cosas están claras y ve en detrás de los talibanes  una estrategia deliberada para expandir el caos y mostrar que el ejecutivo de Kabul es incapaz de proteger incluso a las personalidades más eminentes. “Al debilitar al Estado afgano, el enemigo se acerca a su objetivo final, que es derribar el sistema constitucional vigente”, estima, anticipando que esta práctica se intensificará en los próximos meses.

Concluyo con unas palabras de William Pfaff y que ponen en entredicho esa creencia occidental de que nuestros valores políticos, éticos y morales son transportables a cualquier latitud geográfica, tal como lo hemos intentado en Afganistán y en Irak. “Obligar a los votantes renuentes a una democracia es una idea intelectualmente insostenible así como imposible de alcanzar”, señala Pfaff. ¿Será así, volverá Afganistán a ser ese territorio indómito sin futuro y sin Ley para sus sufridos habitantes? ¿Volverán otro vez al poder los talibanes y se cumplirán los más negros pronósticos?

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