LA CRISIS POLÍTICA DE ESPAÑA, UN PROCESO LARVADO DURANTE AÑOS
La crisis política de España, resultado de un proceso larvado durante años
Por Ricardo Angoso
Febrero 18 de 2013
Nuestra democracia nació inerte y hoy está en una profunda crisis. Fue construida sobre una Constitución viciada en sus orígenes y un sistema electoral perverso que proyectaba unos resultados que no se ajustaban al voto popular. La Constitución de 1978, nacida de un amplio consenso político y fruto de una Transición compleja, creaba un Estado burocratizado, esclerótico, redundante en el reparto de atribuciones y competencias a varias unidades administrativas, escasamente dinámico y difícilmente reformable.
Ese estado de cosas ha llevado a crisis como la de Cataluña, muy recientemente, y a la escasa respuesta por parte de los últimos gobiernos al grave trance que atraviesa el país; nos encontramos ante un Nación que está técnicamente en un “knock out” -”fuera de combate”, si hablamos de boxeo- y una sociedad política ausente de respuestas razonables, viviendo casi en una suerte de autismo administrativo rayano a la incompetencia.
Un sistema electoral perverso. Luego está nuestro sistema electoral, que merece, desde luego, un análisis aparte. Las listas cerradas y bloqueadas en las elecciones a todos los diferentes niveles de la administración -central, autonómica e incluso local- han permitido durante años que personajes mediocres y sin ninguna preparación llegaran a puestos de importante representación política; la fidelidad al partido se premiaba con una posición de salida en las listas sin importar la valía del candidato designado. La gente votaba las listas cerradas sin conocer siquiera a los candidatos que se presentaban por su circunscripción.
Además, este sistema permitió a los dos grandes partidos, socialistas y populares, conseguir amplias y cómodas mayorías parlamentarias a veces con porcentajes de votos minoritarios, tal como ocurrió en las elecciones generales de 1993, en que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se alzó con el gobierno con apenas el 30% de los votos del censo y en el 2004, donde este mismo partido se hizo de nuevo con el poder tras el paso por el ejecutivo del Partido Popular (PP) con algo menos del 33% del censo.
Aparte de estas consideraciones, el sistema castiga duramente a las minorías y pondremos tan solo un ejemplo: en las elecciones generales de 2011, en que Mariano Rajoy se hizo con la mayoría absoluta y el gobierno de la Nación, La Izquierda Plural y Unión Progreso y Democracia (UPYD) conseguían el 11,62% de los votos, pero, por el contrario tan solo obtenían una representación parlamentaria que llegaba apenas al 4,5%.
A este cuadro tan gráfico sobre la realidad de España, se le viene a unir el fracaso del modelo de organización política y administrativa del que nos dotamos en la Constitución de 1978, un modelo hecho, desde luego, a la medida para colocar en las distintas esferas de la administración del Estado a miles de enchufados, paniaguados, incompetentes manifiestos, chupatintas de la peor especie y dóciles militantes bien agradecidos que por un plato de lentejas venden su alma al Diablo o al partido de turno. Y así nos luce el pelo.
Rajoy, ante un modelo de administración del estado fracasado. Así, este sistema kafkiano, que no tienen parangón en otra parte no ya de Europa sino del mundo, permitía que hasta cuatro o cinco administraciones -central, autonómica, provincial, local e incluso comarcal- tuvieran las mismas competencias sobre las mismas funciones y se entretejiera en todo el país el mejor de los ejemplos de lo que no debía ser una administración pública moderna y ágil. Este modelo, en plena expansión de la crisis económica, mostró a las claras su ineficacia en estos últimos meses; la metástasis se extendió a todas las áreas del Estado, provocando su parálisis total y escasa funcionalidad.
Rajoy, que desde luego no es un revolucionario ni un valiente modernizador, porque quizá está rodeado de esa casta política torpe, inútil y dócil que nos gobierna desde hace años, no ha bocetado siquiera todavía un proyecto de Estado que pase por la refundación y reforma del peor de los sistemas posibles. Prefiere vivir en ese marasmo burocrático, quizá porque es parte del mismo, que impulsar una auténtica reforma y sacar adelante al país de este verdadero fracaso histórico, aunque en su inacción sucumba también él en el caos oficial y lleve al PP a la hecatombe.
Llegados a este punto, y en medio de una crisis política de caracteres casi apocalípticos tras la irrupción en la escena del caso Bárcenas y otros escándalos más, nadie puede ya esperar mucho del partido gobernante; ha perdido un año y su gestión ha sido titubeante, errática en muchos casos, poco audaz y ausente de genio e ideas. Pero quizá lo más triste del caso es que, tal como revelan todas las encuestas y estudios de opinión, los españoles tampoco tienen ya muchas esperanzas en los socialistas ni en sus líderes. La crisis viene de lejos, también la desafección del electorado hacia sus representantes, y los socialistas son más percibidos como parte del problema que de la solución. Estamos en un atolladero, nadie parece encontrar la salida. ¿Qué hacer?