Piedad Córdoba, o Teodora, narcotraficante, terrorista y amiga de criminales

Piedad Córdoba: una delincuente que murió impune

La muerte la salvó de la cárcel en Colombia o Estados Unidos. Era investigada por enriquecimiento ilícito, concierto para delinquir y narcotráfico.

No se trata, ni mucho menos, de celebrar la muerte de la cuestionada senadora colombiana Piedad Córdoba, conocida en el mundo del narcoterrorismo con el alias de Teodora Bolívar, sino de lamentar que haya partido de este mundo sin pagar penalmente por los múltiples delitos que cometió.

No fue una buena persona. Todo lo contrario. Hace 380 años, cuando falleció el Cardenal de Richelieu, en Francia circuló un obituario que decía: “Ha muerto un hombre que hizo mucho mal y poco bien. El mal lo hizo bien, y el bien lo hizo mal”.

Las víctimas de Córdoba, que se cuentan por miles, deberían hacer suya la necrológica de los franceses, ahora que la extrema izquierda se ha volcado a mostrar a la traficante de secuestrados Córdoba como una heroína continental.

El primero en hacerlo fue Petro, quien no ahorró elogios hacia ella. En el fondo, el presidente colombiano debe respirar aliviado porque con esa muerte se quitó un fardo de los hombros. El mandatario estaba perfectamente encantado con la Córdoba a quien más temprano que tarde la justicia estadounidense iba a pedir en extradición, en el marco de la investigación por narcotráfico en la que terminó enredado su hermano Álvaro, narcotraficante confeso y recluido en una cárcel de máxima seguridad en los Estados Unidos.

Para Petro, habría sido muy complicado resolver favorable o desfavorablemente la entrega de esa señora a las autoridades judiciales de los Estados Unidos. Entregarla habría desembocado en una crisis con el régimen mafioso venezolano. No entregarla sería un desafío colosal a Washington.

En la campaña presidencial, Petro ordenó separar a Córdoba tan pronto estalló el escándalo de Honduras, país del que esa mujer, cual mula del narcotráfico, fue detenida cuando pretendía sacar $100 mil dólares en efectivo, dinero que había camuflado en distintas partes de su cuerpo y su turbante.

Íngrid Betancourt Pulecio, quien estuvo secuestrada casi siete años, reaccionó a la noticia diciendo que “Murió Piedad Córdoba. ¿De qué le sirvió haber hecho tanto daño? A algunos nos queda la incógnita de su muerte y la tarea de perdonar”. No está de más recordar que Betancourt fue quien le otorgó a Córdoba el deshonroso título de “traficante de secuestrados”.

Lo cierto es que la muerte la salvó de la cárcel en Colombia o los Estados Unidos. Era investigada por enriquecimiento ilícito, falsedad, concierto para delinquir y narcotráfico. Una criminal en toda la extensión de la expresión.

A ella no se le cuestionó en vida por su raza, sino por su talante delincuencial. Amasó una considerable fortuna cobrando multimillonarias comisiones para facilitar el pago de las deudas del gobierno venezolano con empresarios colombianos. En los tiempos del tristemente célebre Cadivi, Córdoba era la que decidía —previa recepción de un importante soborno— a qué exportadores colombianos se les desembolsaba el dinero de las facturas pendientes.

El delito no lo cometió sola. Para lavar y mover los dineros, creó una empresa —Golden Palms Investments— con sus hijos Camilo y Natalia. En Estados Unidos y Canadá contó con el apoyo de su otro hijo: el exsenador Juan Luis Castro Córdoba. En su retorcida moral, la Córdoba creía que la familia que delinque unida, permanece unida.

El único funcionario del Estado colombiano que tuvo el coraje de sancionarla por sus probados vínculos con las Farc fue el exprocurador Alejandro Ordóñez, a quien no le tembló el pulso para firmar en contra suya una inhabilidad para ejercer cargos públicos durante dos décadas. Las evidencias eran rutilantes: los correos hallados en el computador del jefe terrorista Raúl Reyes, documentos que dejaban en evidencia el maridaje de esa mujer con la guerrilla, y la manera sucia como manejó el caso de los secuestrados, pidiéndole a las Farc que retrasara, por ejemplo, la liberación de la excandidata presidencial Íngrid Betancourt. La “justicia” colombiana levantó la sanción impuesta por Ordóñez, quien hoy es un perseguido por el gobierno de Petro, razón por la que se refugió en los Estados Unidos.

Hoy, algunos majaderos alaban a Teodora diciendo que ella fue una persona comprometida con la paz, cuando en realidad era una asquerosa promotora de la violencia, pensando siempre en el lucro personal y no en la libertad de los secuestrados, o en la reconciliación de los colombianos.

Tal fue su avaricia que tuvo como socio de fechorías al hampón Alex Saab, con quien ganó millones de dólares a través del asalto a las arcas públicas venezolanas.

Es mucho lo que puede decirse y recordar de esa perversa mujer. Ahora, parafraseando al gran escritor polaco Jan Potocki, habrá que esperar que Dios tenga misericordia de su alma, suponiendo que tuviera.

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