Todavía importa
David Runciman
Política
Turner, 2015
191 páginas
Siria: pobreza, desempleo, violencia, asesinatos, desplazamientos, desapariciones forzosas. Dinamarca: prosperidad, generosas prestaciones sociales, restaurantes gourmet, buena televisión, ecología y diseño. Contrastando esos dos países, David Runciman da comienzo a su ensayo para resaltar de qué manera la política puede llevarnos al infierno o al paraíso. Los daneses no son más inteligentes que los sirios ni les tocaron en suerte mejores recursos naturales. Al contrario: “Siria forma parte del creciente fértil que fuera cuna de la civilización; Dinamarca, en cambio, es un inhóspito enclave nórdico con pocos recursos naturales propios”. La diferencia, por lo tanto, radica única y exclusivamente en la política: “La política ha contribuido a que Dinamarca sea lo que es. Y también ha contribuido a que Siria sea lo que es”.
¿Cómo es posible que una misma palabra “política” pueda aplicarse a sociedades tan distintas? ¿Qué tienen en común el infierno y el paraíso?, se pregunta Runciman. La respuesta fácil sería decir que cada uno de ellos representa las dos caras de la política, su ausencia y su fracaso. Sin embargo, lo que tienen en común es “el control de violencia”, una característica que define a cualquier sociedad. Por eso, la reflexión sobre cómo se controla la violencia será el punto de partida del libro para así entender la naturaleza de la política y su capacidad de cambiar las cosas. La particularidad de la política –dice Runciman apoyado en el Leviatán de Thomas Hobbes– radica en la relación duradera que se establece entre consenso y coacción. La política presupone un pacto colectivo sobre el empleo de la fuerza. La existencia del pacto hace que la fuerza no siempre resulte necesaria y la existencia de la fuerza hace que el pacto no siempre baste. La política requiere ambos elementos. Ese es el nexo entre Dinamarca y Siria: “En Dinamarca el consenso se impone a la coacción: el grado de acuerdo es tal que permite que el empleo de la fuerza sea mínimo. En Siria la coacción se impone al consenso: el grado de violencia es tal que el acuerdo puede quedar reducido al mínimo”.
Gústenos o no, la política tiene el poder de cambiar las cosas, de llevarnos en una u otra dirección. Por eso no podemos desecharla. De ella depende que Siria se parezca más –o menos– a Dinamarca. El desprestigio de la política y el desinterés que genera ha hecho que una elite se la tome. Se ha generado un desequilibrio entre la clase política y el resto de la ciudadanía. La política profesional se concentra y la política ciudadana se fragmenta. Se ha cumplido lo que preveía Benjamín Constant: “Si dejamos la política regulada en manos de un grupo de expertos muy reducido, no sabremos cómo quitársela de las manos cuando la necesitemos”.
Incluso en la era de la revolución tecnológica, en la era de Google, la política y el Estado siguen prevaleciendo. No es deseable que los políticos usen la tecnología como instrumento de control. Pero si es malo que el gobierno haga uso de su capacidad monopolística, resulta peor que Google haga uso de la suya para controlar al gobierno. Porque los monopolios empresariales rinden menos cuentas que los gobiernos democráticos. “Quien crea que las innovaciones tecnológicas auspiciadas por las fuerzas del mercado bastarán para solucionar un problema de la magnitud del cambio climático se engaña: las fuerzas del mercado no están dispuestas a correr los riesgos necesarios para poner en marcha auténticos cambios transformadores; eso solo lo hacen los gobiernos”.
Los Estados aún juegan un papel decisivo; las democracias, con todas sus imperfecciones –la principal: su ineficacia para atenuar la desigualdad– siguen vigentes. La justicia y la ética son el último tema de reflexión de este provocador ensayo que con rigor y un estilo más periodístico que académico –viene con ilustraciones de Cognitive Media– nos hace un repaso de la teoría política –Weber, Maquiavelo– y cordialmente nos pone contra la cuerdas: la política todavía importa.