Israel, el alma de Europa
José María Marco
A veces se dice que Israel es la frontera de Occidente, entendiendo por Occidente (me figuro) las democracias liberales. No resulta difícil comprender por qué se dice esto de la frontera. El Estado de Israel es de las pocas democracias de Oriente Medio, uno de los muy escasos países de la zona en los que rigen el pluralismo, la tolerancia, los derechos humanos. Israel desempeñaría por tanto un papel de contención frente a los enemigos de las formas liberales y democráticas que constituyen nuestro estilo de vida, la política en el sentido más profundo de la palabra.
Todo esto es cierto, pero en este sentido también son frontera Turquía, varios países del este de la Unión Europea y, forzando un poco –pero no mucho– las cosas, todos los del sur mediterráneo, incluyendo España.
Por eso es importante insistir en que Israel es y representa algo más singular. Más que la frontera, Israel es la esencia, el alma de Occidente, y más en concreto el alma de Europa.
Está claro que en el hecho cultural y político (también social y económico) que llamamos Europa existen muchas otras realidades, en particular el cristianismo y el islam. Ahora bien, lo propio de Israel consiste en algo que no es del orden cultural, ni político, ni económico ni social. Lo propio de Israel, aquello que le proporciona su naturaleza única, es la revelación y la alianza con el Señor, con Dios. Israel es por lo esencial el pueblo que el Señor eligió para manifestarse en el mundo, entre todas las naciones, cuando las naciones se definían por las divinidades a las que rendían culto.
También en este caso hay muchas realidades, y muy valiosas, en Israel. Sin embargo, la esencia de Israel es esa específica relación con Dios, a lo que todo lo demás está supeditado. El cristianismo y el islam desbordan esta relación absorbente, que relega a lo trivial cualquier cuestión de identidad cultural y que Israel no puede perder a menos de perderse a sí mismo. Incluso cuando Dios está ausente, es ella la que da sentido a la vida, a la vida completa.
Así que también en Europa lo que Israel significa es la presencia de Dios en el mundo. Es eso lo que hace de Israel el alma irrenunciable de Europa, en particular después del Holocausto, que puede ser comprendido como el intento (uno de ellos) de borrar a Dios de la faz de la Tierra –entiéndase de Europa–. Desde entonces, el carácter sagrado del pueblo de Israel –o de su idea, si se prefiere– es un desafío al sentido de responsabilidad de los europeos: la piedra angular de la vida moral y civilizada en las democracias liberales.
No hace falta decir que otras grandes religiones también forman parte de la identidad occidental. A diferencia del cristianismo, sin embargo, el judaísmo, aunque sea una dimensión interna de lo europeo, no forma parte de la urdimbre misma de la que están (o estaban) hechas las naciones europeas. Y a diferencia del islam, que ya es parte de Europa y de las naciones europeas al mismo título que las otras dos religiones del Libro, el judaísmo no plantea, por razones históricas, otras de convivencia larga y otras relacionadas con la naturaleza misma de Israel, un desafío en cuanto a la presencia de la religión en la sociedad.
Como las democracias liberales, en particular las europeas, van a tener que revisar el concepto de secularización y van a tener que esforzarse por elaborar una nueva actitud ante la realidad del hecho religioso, Israel cobra una actualidad nueva. No todo el judaísmo le dará la bienvenida, porque lo devuelve al centro de la escena política y hace de él, inevitablemente, el objeto de nuevos análisis, de nuevas reflexiones e, inevitablemente, de nuevos debates.
Ante la nueva actualidad que la religión está cobrando en la vida política (no en la vida del Estado, ni en la partidista, sino en la política en el sentido más profundo de convivencia de la comunidad), habrá que reaprender muchas cosas y aprender otras nuevas. Israel, que no puede olvidar su naturaleza religiosa pero que no por eso ha dejado de protagonizar la modernidad más exigente y más dinámica, nos da otra vez alguna herramienta para adentrarnos en un campo inédito, en el que todo está por inventar.