RUSIA, UN ACERTIJO DENTRO DE UN ENIGMA
“Un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma”, así definió Winston Churchill a Rusia, en 1939. Varias décadas después, como el si tiempo no pasara en balde, nuestra percepción sobre este gran país, que pivota sobre Europa y Asia, no parece haber cambiado mucho.
por Ricardo Angoso
Para la mayor parte de los europeos, pero también para casi todos los extranjeros, Rusia fue un país desconocido, inaccesible, lejano y casi misterioso. Ya antes de la época soviética, Rusia era un país hermético y después, tras la revolución de octubre de 1917 y la formación de la URSS, esta gran nación quedó cerrada a cal y canto durante décadas; los rusos fueron educados en la desconfianza hacia los occidentales, que eran los “enemigos” en la Guerra Fría, y esta creencia pervive sustancialmente hasta el día de hoy. Putin, educado en esa cultura de la desconfianza hacia el pérfido Occidente, alimenta esas creencias, que retroalimentan sus delirios neoimperialistas, y justifican su guerra en Ucrania.
La relación de Europa con Rusia siempre ha sido ambivalente y viceversa. Y es que, como señala el experto en Rusia Orlando Figes, “Los rusos nunca han tenido claro su lugar en Europa, y esa ambivalencia es un aspecto importante de su historia e identidad culturales. Al vivir en los confines del continente, nunca han sabido realmente si su destino se hallaba en él. ¿Pertenecen a Occidente o a Oriente? Ese sentimiento de ambivalencia e inseguridad, de envidia y resentimiento hacia Europa ha caracterizado la conciencia nacional rusa durante mucho tiempo, y aún sigue haciéndolo en la actualidad”.
Esa inseguridad, envidia e incluso resentimiento del que habla Figes, que ha pervivido hasta días recientes, fue alimentada en los tiempos soviéticos, proyectando a Occidente, pero sobre todo hacia los Estados Unidos, la OTAN y la la Europa unida, como el enemigo a batir. Sobre un discurso construido sobre el odio a Occidente y la necesidad de armarse frente al mismo, el régimen soviético construyó una buena parte de su legitimidad política junto a otras ideas que hablan de la superioridad de sus ideas basadas en la igualdad de oportunidades frente al injusto capitalismo.
Aunque todo el periodo soviético era un sainete de mal gusto e interminable, porque esa igualdad nunca existió ciertamente y los privilegios de la casta del partido eran inmensos, con el paso de los años (1917-1991) se fue pergeñando un discurso que insistía en esa desconfianza hacia Occidente y en la necesidad de defenderse frente al mismo. La implosión de la URSS, en 1991, abrió un periodo de recomposición, caos, guerras y conflictos en clave étnica y política y desorden social y económico; se impuso la ley de la selva y la nueva Rusia trataba de buscar su espacio a codazos en el nuevo orden mundial.
LA LLEGADA DE VLADIMIR PUTIN AL GOBIERNO Y SU SIGNIFICADO
Hasta la llegada de Vladimir Putin, el periodo de Boris Yeltsin se caracterizó por la corrupción generalizada, el saqueo descarado del patrimonio soviético, que quedó en manos de sus amigotes, el colapso económico, dos guerras en Chechenia y enormes problemas sociales y políticos que afectaron a Rusia y a otros antiguos Estados de la Unión Soviética. La llegada de Putin, al menos, dio algo de tranquilidad al país y dio paso a una autocracia que realmente no cambió nada de las viejas formas y permitió a la vieja elite seguir gobernando plutocráticamente el país sin apenas oposición. En definitiva, siguiendo la acepción politológica del “gatopardismo”, se trataba del «cambiar todo para que nada cambie», paradoja expuesta por Giuseppe Tomasi di Lampedusa hace ya más de un siglo.
En lo que se refiere a la política exterior, el régimen de Putin es una simbiosis de las viejas concepciones imperiales de Catalina la Grande, en el sentido de que Rusia necesitaba extender su influencia más allá de sus territorios y que tenía ciertos derechos sobre su periferia, y la doctrina soviética de la soberanía limitada sobre los antiguos territorios postsoviéticos. En la práctica, esa simbiosis entre ambas líneas de pensamiento es la que explica el actual accionar de Putin con respecto a Ucrania y otros vecinos.
La llamada “Doctrina Brézhnev” (o de la soberanía limitada) era una tesis política que fue expuesta por el máximo líder soviético, al que debe su nombre, allá por el año 1968: “Cuando hay fuerzas que son hostiles al socialismo y tratan de cambiar el desarrollo de algún país socialista hacia el capitalismo, se convierten no sólo en un problema del país concerniente, sino un problema común que concierne a todos los países comunistas”. Así Rusia, como antaño, se cree con el derecho a intervenir a su periferia, tal como hecho tantas veces, y cómo bien supo hacer su trabajo sucio en Budapest, en 1956, y luego en Praga, en 1968, destruyendo para siempre los breves experimentos del socialismo democráticos en Hungría y Checoslovaquia, respectivamente.
Rusia, cuando atacó Ucrania, el 24 de febrero de este año, revivía esa doctrina. La Rusia de Putin desdeña el diálogo como instrumento de acción política; desprecia descaradamente a Europa y los Estados Unidos por ser moralmente inferiores; irrespeta al orden internacional porque no se siente ligado al mismo; y usa la fuerza porque la considera legitima en las relaciones con sus vecinos, de la misma forma como lo hizo la URSS durante los tiempos de la Guerra Fría y después.
En el fondo de esta guerra, de este conflicto entre la democracia y la brutalidad fascista que encarna claramente Putin, está la nostalgia por un pasado que nunca volverá, la frustración histórica por no poder ejercer el antiguo liderazgo en la escena postsoviética, el desprecio hacia toda forma de resolución diplomática de los conflictos y, en definitiva, un concepción política absolutamente autoritaria y antidemocrática del mundo, tal como concibe el máximo líder ruso las relaciones internacionales.
PREVISIBLES ESCENARIOS TRAS LA CRISIS DE UCRANIA
Dentro de este enigma que sigue siendo Rusia, aunque cada vez vamos conociendo mejor sus pretensiones neoimperiales y nacionalistas, que en el fondo no han cambiado en muchos años, puede que las cosas sean más previsibles de lo que parezcan y el mundo se encamine hacia una segunda Guerra Fría, en que la amenaza de la utilización del armamento nuclear, como ha hecho Rusia en esta guerra, siga presente. O será, simplemente, un elemento de disuasión, como antaño, que evitará futuras guerras.
El primer gran terremoto que ha provocado esta guerra es de índole geopolítica, pues la crisis de Ucrania articula nuevamente dos bloques, uno euroasiático con los países que apoyan a Putin, y otro claramente occidental, liderado por los Estados Unidos, que condena la agresión rusa y apoya a Ucrania. El bloque euroasiático lo conforman la misma Rusia, Bielorrusia, Irán, India, China y los satélites de Moscú en América Latina, Asia, Oriente Medio y Africa, entre los que destacan Cuba, Venezuela, Nicaragua, Siria y Corea del Norte.
En lo que respecta a Turquía, cada vez queda más claro, en su juego ambivalente con la UE y la OTAN, es que parece inclinarse en esta guerra con Rusia, aunque en términos económicos, de materializarse esta opción, sería desastrosa para los turcos. Su ambigüedad, sus reticencias a que entren en la OTAN Suecia y Finlandia, a las que acusa de ser “refugios terroristas”, y sus alianzas con países claramente enemigos de Occidente, como Irán y Rusia, van revelando un alejamiento progresivo de este país con las ideas y principios occidentales y democráticos, en una apuesta muy peligrosa y que definirá, a la larga, su inclusión o no en nuestras filas.
Los cambios en las fronteras de Europa comenzaron tras la misma implosión de la URSS y fueron alentados, financiados y programados desde Moscú, aunque Occidente hiciera la vista gorda para evitar una confrontación directa con Rusia. Rusia alteró las fronteras de Moldavia y Georgia tras la crisis de 1991, arrebatando a estos nuevos países Transnistria y Abjasia, respectivamente. Después, en otra guerra secesionista, le arrebató Osetia del Sur a Georgia, doblemente sacrificada ante Moscú. En el año 2014, Rusia se anexionó Crimea ilegalmente y Occidente no movió ni un dedo por evitar esa tropelía, y de aquellos barros vienen los lodos de hoy en Ucrania. Rusia entendió el mensaje y hoy, en esta guerra de agresión contra este país, parece pretender lo mismo con la región del Donbás.
LOS PARADIGMAS DE SEGURIDAD HAN CAMBIADO TRAS LA AGRESION A UCRANIA
Los paradigmas de seguridad en Occidente para la antigua Guerra Fría ya no sirven y a las pruebas hay que remitirse para demostrarlo: Suecia y Finlandia, tras el ataque y posterior invasión de Ucrania, han abandonado su tradicional política de histórica neutralidad después de décadas de abrazar la misma y han decidido oficialmente su ingreso en la OTAN.
De la misma forma, la OTAN y también la UE salen más fortalecidas tras estas grave crisis en nuestras fronteras, toda vez que la Alianza Atlántica vuelve a recuperar su papel fundamental en la defensa mutua de sus socios y la Europa política sale robustecida como garante de la democracia en todo el continente frente a la autocracia y el totalitarismo que representa el modelo político de Putin y los que le apoyan.
Las relaciones entre Europa y Rusia cambiarán para siempre, pese al deseo de algunos de habernos sustraído de la relación especial de nuestro continente con los Estados Unidos a través del vínculo transatlántico, tal como insinuaban, desde las antípodas ideológicas, los presidentes de Francia y Hungría, Emnanuel Macron y Viktor Orbán, respectivamente. Ahora, esta guerra nos ha despertado súbitamente de ese sueño europeo de construir una Gran Europa desde Gibraltar hasta los Urales, convirtiendo el mismo en una pesadilla trágica y de imposible cumplimiento, a tenor de la despiadada carrera criminal de Putin contra sus vecinos y también contra los valores democráticos que inspiran a la mayoría de los países europeos. El despertar ha sido duro, pero peor hubiera sido caer en el engaño y en los errores del pasado, como cuando miramos para otro lado cuando Putin se anexionó Crimea quizá para siempre.